El final de la 1ª Guerra Carlista y la consiguiente aprobación
de la Ley de Modificación de Fueros de 1841, que regulaba
las relaciones entre el viejo Reino de Navarra y el incipiente Estado
liberal español, marcaron el comienzo del despliegue revolucionario
burgués en el territorio navarro. A partir de ese momento,
las sucesivas medidas liberales fueron haciendo acto de presencia,
cada vez con más vigor, llegando a provocar, en algunos casos,
la desarticulación de la concepción que de las comunidades
campesinas se tenía hasta entonces.
El triunfo de la reforma agraria liberal supuso un incremento del
proceso desamortizador municipal, gracias al beneplácito
de la propia Diputación; también, sirvió para
acentuar una tendencia que no era nueva, pero que en estos años
tomó un impulso extraordinario: la intensificación
productiva agrícola, lo que afectó al tradicional
sistema de integración agro-silvo-pastoril, fracturando su
equilibrio. Dicha realidad tendría, al menos, un par de efectos
negativos para las economías campesinas, ya que, por un lado,
supondría una merma de los disfrutes comunales para un porcentaje
amplio del vecindario y, por otro, los aprovechamientos comunales
se transformarían en ordinarios, es decir, se subastarían,
ante el precario estado de los fondos municipales. Ante esta situación,
la presión sobre los cada vez más reducidos bienes
municipales se haría, con el tiempo, más patente.
En ellos, habida cuenta de la función que desempeñaban
en una economía orgánica que, a duras penas, transitaba
hacia una economía de mercado, era donde radicaba una parte
importante del excedente necesario para seguir sobreviviendo, o
para poder medrar a la sombra de los disfrutes vecinales. Por ello,
no resultarán extraños los enfrentamientos entre las
distintas clases sociales, así como en el seno de ellas.
El aprovechamiento de los pastos, primero; y, la disponibilidad
de tierras, una vez rozados los bienes públicos, después,
fueron las cuestiones que, a nivel agrario, más preocuparon
en los años centrales del siglo XIX a los campesinos navarros.
Las carencias financieras de los ayuntamientos tras los conflictos
militares, que les obligaron a vender sus bienes, se agravaron aún
más cuando, como consecuencia de la reforma liberal de las
haciendas locales, su capacidad financiera fue menor. Sus obligaciones
presupuestarias, no compensadas con nuevos ingresos, lastraron las
finanzas de los entes locales. Las consecuencias sobre las economías
campesinas no tardarían en llegar; como tampoco lo hicieron
las provocadas por la crisis del modelo económico tradicional
que planteaba una liberalización de los procesos de producción
y comercialización de los principales artículos de
consumo, rompiendo con un intervencionismo municipal que, además
de garantizar la provisión de determinados alimentos, permitía
a las corporaciones ingresar una cantidad de dinero regular, con
la que financiar determinados servicios municipales. Los presupuestos
locales rara vez cuadraban y se cerraban con subidos déficit
que, obviamente, atentarían directamente contra la línea
de flotación de esa función asistencial que en algunas
comunidades campesinas las autoridades decían mantener.
Las respuestas de éstas, ante el abandono de esa economía
moral, fruto de la integración de las economías
campesinas en la lógica del mercado, fueron expeditivas.
Las tasas de conflictividad y de criminalidad se incrementaron palmariamente.
Las primeras, porque los campesinos siguieron defendiendo, en multitud
de ocasiones, la pervivencia de la costumbre; las segundas, porque,
ante dicho aumento de los conflictos, la actitud represiva del Estado
fue tipificando como delitos un buen número de actos que
reivindicaban viejos derechos consuetudinarios y que, por ello,
hasta entonces no eran considerados como tales. La criminalización
de la costumbre, con la connivencia de las autoridades, tanto civiles
como judiciales, fue respondida activamente por la población.
No siempre colectiva, ni organizadamente; pero sí diariamente.
A lo largo de todo el año, y en especial cuando Navarra era
invadida durante el verano por las festividades populares o cuando
llegaba el crudo invierno, se fueron sucediendo en los núcleos
rurales pequeños hurtos, ataques contra la propiedad burguesa,
incendios, pero también reyertas, que acababan en lesiones
y asesinatos, y pequeñas alteraciones de orden público,
a la salida de la tertulia o de las tabernas, bien regado el cuerpo
de vino, que mostraban el grado de crispación de la multitud,
así como su oposición a la forma elegida para implantar
el proceso revolucionario liberal. Por supuesto, el panorama reivindicativo
también nos muestra otro tipo de actos más multitudinarios:
revueltas contra la pervivencia de las pechas, contra los impuestos
al consumo, por el reparto de tierra, por el aumento de los jornales
agrícolas o contra las quintas. Actos en los que la multitud
siempre encontraba en los pudientes o en las autoridades municipales
a los culpables de las desgracias que les asolaban; pegados con
miga de pan masticada, pasquines anónimos donde se
les amenazaba así lo atestiguaron.
Los años sesenta llegaron y, con ellos, el riesgo de contagio
de esas ideologías de ruptura que estaban ennegreciendo
el horizonte en la vieja Europa. Para evitar su presencia, la
Diputación modificó, en parte, su actitud ante los
repartos de suertes y creó la Dirección Provincial
de Montes, cuya función sería poner orden en los
disfrutes vecinales y, sobre todo, a partir de la institucionalización
de los repartos de tierra, sofocar cualquier tipo de reivindicación
que fuese más allá de esas reformas agrarias reglamentadas.
Era, en fin, una forma de permitir que los jornaleros de los pueblos
navarros pudieran acceder a la tierra, mejorando su maltrecha suerte.
De cualquier manera, el proceso sería largo y, para cuando
se concretó en todos los puntos, muchos de ellos ya habían
pasado un buen rato a la sombra, en la cárcel del pueblo
o del partido.
José Miguel Gastón
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